Capítulo 5

El Ministerio de Cristo

Cuando Satanás terminó sus tentaciones, se retiró de Jesús por un tiempo, los ángeles le prepararon alimento en el desierto para fortalecerlo, y la bendición de su Padre descansó sobre él. Satanás había fallado en sus más fieras tentaciones, pero esperaba el tiempo cuando Jesús empezara su ministerio, entonces el trataría, en diferentes ocasiones de usar su astucia para vencerlo estimulando a quienes se resistieran a recibir a Jesús a que lo aborreciesen y procurasen destruirlo. Satanás tuvo una reunión especial con sus ángeles. Estaban desilusionados y llenos de ira al ver que no habían logrado nada contra el Hijo de Dios. Decidieron que serían más astutos y que utilizarían todo su poder para inspirar incredulidad en las mentes de los de su propia nación, para que éstos no lo reconociesen como el Salvador del mundo, y de esa manera, desanimar a Jesús en el cumplimiento de su misión. No importaba cuán exigentes fueran los judíos en sus ceremonias y ritos, si podían incitarlos a mantener sus ojos ciegos con respecto a las profecías, y hacerles creer que éstas serían cumplidas por un rey poderoso y terrenal, podrían de esa manera, mantenerlos por largo tiempo esperando la llegada de un Mesías.

Se me mostró que Satanás y sus ángeles estuvieron muy ocupados durante el ministerio de Cristo, inspirando incredulidad, odio y desprecio en los hombres. A menudo, cuando Jesús presentaba alguna penetrante verdad que reprochaba sus pecados, la gente se llenaba de ira. Satanás y sus demonios los urgían a quitarle la vida al Hijo de Dios. En varias ocasiones tomaron piedras para arrojárselas, pero ángeles lo guardaron y apartándolo de la airada multitud, lo llevaron a un lugar seguro. En otra ocasión, cuando la verdad pura brotó de sus santos labios, la multitud le echó mano y lo llevó al borde de un risco con la intención de despeñarlo. Luego surgió una discusión en cuanto a qué debían hacer con él y entonces los ángeles lo escondieron de la vista de la multitud, y él, pasando por en medio de ellos, pudo seguir su camino.

Satanás todavía esperaba que el gran plan de salvación fracasara. Ejerció todo su poder para endurecer los corazones y amargar los sentimientos del pueblo en contra de Jesús. Esperaba que muy pocos lo recibirían como el Hijo de Dios, y que Jesús consideraría sus sufrimientos y sacrificios demasiado grandes para beneficiar a tan pequeño grupo. Pero vi que si sólo hubiera habido dos personas que aceptaran a Jesús como el Hijo de Dios y creyeran en él para salvar sus almas, él hubiera llevado a cabo el plan.

Jesús comenzó su obra quebrantando el poder de Satanás sobre los dolientes. Sanaba a los que sufrían por el poder cruel del maligno. Restauró la salud del enfermo, sanó al paralítico, induciéndolos a saltar de alegría a causa del gozo que había en sus corazones, y a glorificar a Dios. Le dio vista al ciego, mediante su poder, restauró la salud de aquellos que habían estado enfermos y sometidos por muchos años al cruel poder satánico. Al débil, acosado por el sufrimiento, le dio palabras de ánimo. Levantó a los muertos a la vida, y ellos glorificaron a Dios por la grandiosa demostración de su poder. Hizo obras extraordinarias en favor de los que creían en él. Y a los débiles y sufrientes a quienes Satanás retenía en triunfo, Jesús los arrancó de sus manos, y les dio, a través de su poder, salud corporal y gran gozo y felicidad.

La vida de Cristo estuvo llena de actos de benevolencia, simpatía y amor. Siempre estuvo dispuesto a escuchar, y a aliviar a aquellos que venían a él. Multitudes llevaban evidencias en sus propios cuerpos de su poder divino. No obstante, muchos de ellos, después que las obras habían sido realizadas, se avergonzaron del humilde pero grandioso maestro. Porque los dirigentes no creían en el, no estaban dispuestos a sufrir con Jesús. Él fue un varón de dolores, experimentado en quebrantos. Pero pocos podían soportar el ser gobernados por los principios manifestados en su vida sobria y abnegada. Deseaban gozar de los honores que el mundo confiere. Muchos siguieron al Hijo de Dios, y escucharon sus instrucciones, se regocijaron en las palabras tan llenas de gracia que brotaban de sus labios. Sus palabras estaban llenas de significado, sin embargo, eran tan claras que aun el más débil las podía comprender.

Satanás y sus ángeles estaban ocupados cegando los ojos y oscureciendo el entendimiento de los judíos, e impulsaron a la gente más prominente y a los dirigentes a que le quitasen la vida al Salvador. Enviaron oficiales a traer a Jesús, pero cuando se acercaron a él fueron dominados por un gran asombro. Lo vieron lleno de amor y simpatía, hablándole a los débiles y afligidos. Los escucharon también dirigir palabras de autoridad reprendiendo el poder de Satanás y liberando a los cautivos. Escucharon palabras de sabiduría salir de sus labios y se sintieron cautivados, no pudieron echarle mano. Regresaron sin Jesús a los sacerdotes y ancianos. Cuando se les preguntó: ¿Por qué no lo habéis traído? Ellos relataron lo que habían presenciado con respecto a sus milagros, y las palabras de sabiduría, amor y conocimiento que habían escuchado, y concluyeron diciendo que nunca hombre alguno había hablado como él. Los principales sacerdotes los acusaron de haber sido engañados, y algunos dignatarios se avergonzaron de no haberlo prendido. Los sacerdotes preguntaron con burla si algunos de los dirigentes habían creído en el. Vi que muchos de los magistrados y de los ancianos creían en Jesús, pero Satanás impedía que lo reconocieran. Temían más el oprobio de la gente que a Dios.

Hasta entonces, la astucia y el odio de Satanás no habían logrado destruir el plan de salvación. Se acercaba el tiempo cuando debía cumplirse el propósito por el cual Jesús había venido a este mundo. Satanás y sus ángeles se reunieron para consultar, y decidieron provocar a la propia nación de Cristo a que demandara ansiosamente su sangre y acumulara crueldad y escarnio sobre él, deseando que Jesús, resintiendo semejante trato, no conservara su humildad y mansedumbre.

Mientras Satanás trazaba sus planes, Jesús revelaba cuidadosamente a sus discípulos los sufrimientos por los que había de atravesar. Que sería crucificado y se levantaría de nuevo al tercer día. Pero el entendimiento de ellos parecía estar embotado. No podían entender lo que él les decía.

Favor hacer referencia a: Lucas 4:29; Juan 7:45-48; 8:59.

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Capítulo 6

La Transfiguración

Vi que la fe de los discípulos se fortaleció mucho en ocasión de la transfiguración. Dios escogió darle a los seguidores de Jesús una prueba contundente de que él era el Mesías prometido, a fin de que en su amargo pesar y chasco, no perdieran completamente su confianza. En el momento de la transfiguración, el Señor envió a Moisés y a Elías a hablar con Jesús con respecto a sus sufrimientos y muerte. En vez de elegir ángeles para conversar con su Hijo, Dios escogió a aquellos que tenían una experiencia en las pruebas en la tierra.

Elías había caminado con Dios. Su obra no había sido placentera. A través de él, Dios había reprendido el pecado. Era un profeta de Dios, y tuvo que huir de lugar en lugar para salvar su vida. Fue perseguido como una bestia salvaje para ser destruído. Dios trasladó a Elías. Los ángeles lo llevaron en gloria y triunfo al cielo.

Moisés fue un hombre honrado en extremo por Dios. Fue más grande que cuantos habían vivido antes de él. Tuvo el privilegio de hablar con Dios cara a cara, como cuando un hombre habla con un amigo. Le fue permitido ver la luz resplandeciente y la excelente gloria que rodean al Padre. A través de Moisés, el Señor liberó a los hijos de Israel de la esclavitud de los egipcios. Moisés fue el mediador entre Dios y su pueblo. Se interpuso a menudo entre ellos y la ira de Dios. Cuando el furor del Señor se encendió grandemente contra Israel por su incredulidad, sus murmuraciones y sus graves pecados, el amor de Moisés por ellos fue probado. Dios le propuso destruir al pueblo y hacer de él una poderosa nación. Moisés demostró su amor por Israel mediante una ferviente intercesión. En su angustia, oró a Dios suplicándole que aplacara su gran indignación y perdonara al pueblo, o que borrara su nombre de su libro.

Cuando Israel murmuró contra Dios y contra Moisés porque no pudieron obtener agua, lo acusaron de sacarlos para matarlos a ellos y a sus hijos. Dios oyó sus murmuraciones, y le permitió a Moisés que hiriese la roca para que los hijos de Israel tuvieran agua. Moisés hirió la roca con ira, y tomó la gloria para sí mismo. La continua desobediencia y murmuración de los hijos de Israel le causaron dolor intenso, y por un momento, se olvidó de lo mucho que Dios los había soportado, y que sus murmuraciones no eran contra él sino contra el Señor. En esa ocasión, él sólo pensó en sí mismo, en cuán profundamente lo zaherían los hijos de Israel, y en cuán poca gratitud había recibido a cambio de su profundo amor hacia ellos.

Al golpear la roca, Moisés falló en honrar a Dios y en magnificarlo ante los hijos de Israel, para que ellos lo glorificaran. Y el Señor se disgustó con Moisés y dijo que él no entraría a la tierra prometida. Fue a menudo el plan de Dios probar a Israel colocándolo en situaciones desfavorables, para entonces liberarlo de su gran necesidad exhibiendo su poder, a fin de que lo tuvieran en sus mentes y lo glorificaran.

Cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las dos tablas de piedra, y vio a Israel adorando al becerro de oro, su indignación se encendió grandemente, y arrojó las tablas de piedra y las quebró. Vi que Moisés no pecó al hacer eso. Se airó por Dios, tuvo celo por su gloria. Pero cuando cedió a los sentimientos naturales del corazón, y tomó gloria para sí mismo, la cual pertenecía a Dios, pecó y por ese pecado, Dios no le permitió entrar en la tierra prometida.

Satanás había estado tratando de encontrar algo de qué acusar a Moisés ante los ángeles. Se regocijó del triunfo que había logrado al inducirlo a disgustar a Dios, y le dijo a los ángeles que cuando el Salvador del mundo viniera a redimir al hombre, él lo vencería. Por ese pecado, Moisés cayó bajo el poder de Satanás-el dominio de la muerte. Si hubiese permanecido firme, y no hubiese pecado en tomar la gloria para si, el Señor lo hubiera llevado a la tierra prometida y lo hubiera trasladado al cielo sin ver la muerte.

Vi que Moisés pasó por la muerte, pero Miguel descendió y le dio vida antes de que viera corrupción. Satanás reclamó el cuerpo como suyo, pero Miguel resucitó a Moisés, y lo llevó al cielo. El diablo trató de retener ese cuerpo, pretendiendo que le pertenecía. El enemigo se quejó amargamente contra Dios, acusándole de ser injusto al permitir que se le arrebatara su presa. Pero Miguel no reprendió a su adversario, a pesar de que el siervo de Dios había caído como resultado de sus tentaciones. Mansamente remitió el caso a su Padre, diciendo: "El Señor te reprenda".

Jesús le dijo a sus discípulos que algunos no pasarían por la muerte hasta que vieran descender el reino de Dios con poder. Esa promesa se cumplió en ocasión de la transfiguración. El semblante de Jesús cambió, y resplandeció como el sol. Su túnica era blanca como la luz. Moisés estuvo presente en representación de aquellos que serán levantados de entre los muertos en ocasión de la segunda venida de Jesús. Elías, quien fue trasladado sin ver la muerte, representa a los que serán transformados en seres inmortales a la segunda venida de Cristo y serán trasladados al cielo sin ver la muerte. Los discípulos contemplaron con asombro y temor la excelsa majestad de Jesús, y cuando la nube los envolvió oyeron la voz de Dios con majestad terrible, diciendo: "Este es mi Hijo amado, oidle".

Favor hacer referencia a: Exodo capítulo 32; Números 20:7-12; Deuteronomio 34:5; 2Reyes 2:11; Marcos capítulo 9; Judas 9.

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Capítulo 7

La Tración de Cristo

Se me llevó al momento cuando Jesús comió la pascua con sus discípulos. Satanás había engañado a Judas, y le hizo creer que era uno de los verdaderos discípulos de Cristo, pero su corazón siempre fue carnal. Había visto las poderosas obras de Jesús, había estado con él durante su ministerio, y se había rendido a la poderosa evidencia de que él era el Mesías; pero era calculador y codicioso. Amaba el dinero. Se quejó airadamente por el costoso ungüento derramado sobre Jesús. María amaba a su Señor. Él había perdonado sus pecados, que eran muchos, y había resucitado a su amado hermano de los muertos, y ella creía que nada era demasiado costoso para ofrendárselo. Mientras más caro fuera el ungüento, mejor podría ella expresar su gratitud al Salvador, dedicándoselo. Como excusa para ocultar su codicia, Judas dijo que ese ungüento podría haber sido vendido para dar el dinero a los pobres. Pero no era su preocupación por los pobres lo que lo impulsaba a decir eso, porque era egoísta, y a menudo se apropiaba para su uso personal de lo que se le había confiado para los pobres. Judas no se había preocupado de la comodidad de Jesús ni de sus necesidades, y excusaba su codicia refiriéndose a menudo a los pobres. Aquel acto de generosidad de parte de María constituyó una hiriente reprensión para su carácter codicioso.

El camino estaba preparado para que la tentación de Satanás encontrara fácil acogida en el corazón de Judas. Los judíos odiaban a Jesús; pero las multitudes se aglomeraban para escuchar sus palabras de sabiduría y presenciar sus poderosas obras. Eso atrajo la atención de los sacerdotes y ancianos, porque la gente se sentía impulsada por el más profundo interés y seguía ansiosamente a Jesús escuchando las instrucciones de ese maravilloso maestro. Muchos de los dirigentes creían en Jesús pero tenían miedo de confesarlo, por temor a ser despedidos de la sinagoga. Los sacerdotes y ancianos decidieron que tenían que hacer algo para apartar de Jesús la atención de la gente. Temían que todos los hombres creerían en él y no se sentían seguros. Habían de perder sus puestos o dar muerte al Señor. Pero después de que le dieran muerte, todavía quedarían algunos que serían monumentos vivientes de su poder. Jesús había resucitado a Lázaro de los muertos. Temían que si mataban a Jesús, Lázaro testificaría de su poder. La gente se agolpaba para ver al que había sido levantado de los muertos, y los dirigentes decidieron eliminar también a Lázaro para sofocar ese entusiasmo. Entonces podrían lograr que el pueblo se volviera a las tradiciones y doctrinas de hombres, a fin de que siguieran diezmando el eneldo y el comino, y ejercerían nuevamente su influencia sobre él. Convinieron prender a Jesús cuando estuviese solo, porque si intentaban arrestarlo en medio de una multitud, cuando las mentes de la gente estuviera concentrada en él, la multitud los apedrearía.

Judas sabía cuán ansiosos estaban de prender a Jesús y ofreció entregarlo a los principales sacerdotes y ancianos por unas cuantas monedas de plata. Su amor al dinero lo indujo a traicionar a su Señor entregándolo en manos de sus más acerbos enemigos. Satanás estaba trabajando directamente a través de Judas, y en medio de las escenas impresionantes de la última cena, el traidor estaba trazando planes para entregar a su Maestro. Con pesar, Jesús dijo a sus discípulos que todos ellos se escandalizarían en él aquella noche. Pero Pedro afirmó con vehemencia que si todos los demás se escandalizaban, él no lo haría. Jesús le dijo: Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto confirma a tus hermanos.

Contemplé a Jesús en el huerto con sus discípulos. Con profundo pesar, les rogó que velaran y oraran para que no cayeran en tentación. Sabía que su fe sería probada, que sus esperanzas se verían frustradas, que necesitarían toda la fortaleza que pudieran obtener como resultado de una estricta vigilancia y ferviente oración. Con fuertes clamores y llanto Jesús oraba: Padre si quieres pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. El Hijo de Dios oraba en agonía. Grandes gotas de sangre fluían sobre su rostro y caían en tierra. Los ángeles se reunían en ese lugar, testigos de la escena, pero sólo uno fue comisionado para que fortaleciera al Hijo de Dios en su agonía. Los ángeles del cielo se quitaron sus coronas, abandonaran sus arpas, y con el más profundo interés observaron silenciosamente a Jesús. No había gozo en el cielo. Ellos hubiesen deseado rodear al Hijo de Dios, pero los ángeles que estaban en comando no se lo permitieron, por temor a que cuando contemplaran la entrega de Cristo se decidieran a librarlo; porque el plan había sido trazado y tenía que cumplirse.

Después que Jesús oró, se acercó a sus discípulos. Estaban durmiendo. En esa terrible hora, no contaba siquiera con el aliento y las oraciones de sus discípulos-Pedro, tan celoso un poco antes, dormía profundamente. Jesús les recordó sus declaraciones positivas, y les dijo: ¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora? Tres veces el Hijo de Dios oró con agonía, entonces apareció Judas con su banda de hombres. Saludó a Jesús como de costumbre. El grupo rodeó a Jesús quien entonces manifestó su poder divino, cuando dijo: "¿A quién buscáis?" "Yo soy". Entonces cayeron de espaldas al suelo. Jesús hizo la pregunta para que pudiesen ser testigos de su poder, y tuvieran evidencias de que él podía librarse de sus manos si quería.

Los discípulos comenzaron a tener esperanzas, al ver cuán fácilmente la multitud armada de palos y de espadas caía en tierra. Al levantarse, rodearon nuevamente al Hijo de Dios y Pedro desenvainó su espada e hirió a un siervo del sumo sacerdote y le cortó una oreja. Jesús le ordenó que envainara su espada diciéndole: "¿Acaso piensas que no puedo orar a mi Padre y que él no me daría más de doce legiones de ángeles?" Vi que cuando pronunció esas palabras, el rostro de los ángeles se animó de esperanza. Querían en ese momento y allí mismo, rodear a su Comandante y dispersar a la airada multitud. Pero nuevamente, el pesar se apoderó de ellos cuando Jesús añadió: "¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras de que es necesario que así se haga?" Los corazones de los discípulos también se hundieron en la desesperación y en amarga frustración cuando vieron que Jesús permitía que sus enemigos se lo llevaran.

Los discípulos temieron por sus propias vidas y todos lo abandonaron y huyeron. Jesús quedó solo en manos de una turba asesina. ¡Oh, qué triunfo fue ese para Satanás! ¡Y qué tristeza y pesar para los ángeles de Dios! Muchas legiones de santos ángeles, cada una encabezada por su caudillo, fueron enviados para presenciar la escena, con el propósito de registrar todo acto de crueldad, y todo insulto que fuera lanzado contra el Hijo de Dios, así como toda la aflicción que Jesús sufriera; porque esos mismos hombres habrían de volver a ver todas esas escenas en vívidos caracteres.

Favor hacer referencia a: Mateo 26:1-56; Marcos 14:1-52; Lucas 22:1-46; Juan capítulo 11, 12:1-11, 18:1-12.

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Capítulo 8

El Juicio de Cristo

Cuando los ángeles dejaron el cielo, depusieron con tristeza sus resplandecientes coronas. No las podían usar mientras su Comandante estuviese sufriendo, y hubiera de llevar una corona de espinas. Satanás y sus ángeles estaban ocupados en la sala del tribunal, tratando de destruir todo sentimiento humanitario y de simpatía hacia Jesús. La atmósfera misma era pesada y estaba contaminada por su influencia. Los principales sacerdotes y los ancianos eran inspirados por los malos ángeles cuando insultaban y maltrataban a Jesús en una forma sumamente dificil de soportar para la naturaleza humana. Satanás tenía la esperanza de que tantos insultos y sufrimiento arrancarían al Hijo de Dios alguna queja o murmuración, o que manifestaria su poder divino liberándose de la multitud, con lo cual fracasaría el plan de salvación.

Pedro siguió a su Señor después de haber sido entregado. Estaba ansioso de ver qué ocurriría con Jesús. Y cuando fue acusado de ser uno de sus discípulos, lo negó. Tenía miedo por su vida y seguridad, y declaró que no conocía al hombre. Los discípulos se destacaban por la pureza de su lenguaje, y Pedro, para engañar y convencer a sus acusadores de que no era uno de los discípulos de Cristo, lo negó la tercera vez con maldiciones y juramentos. Jesús, quien estaba a cierta distancia de Pedro, le dirigió una mirada de pesar y reprobación. Entonces, él recordó las palabras que Jesús le había dicho en el aposento alto, y también su propia declaración categórica: "Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré." Había negado a su Señor con imprecaciones y juramentos; pero la mirada del Maestro suavizó el corazón de Pedro y lo salvó. Lloró amargamente y se arrepintió de su gran pecado, se convirtió, y entonces estuvo preparado para fortalecer a sus hermanos.

La multitud pedía a gritos la sangre de Jesús. Lo azotaron cruelmente, lo cubrieron con un viejo manto de púrpura, y ciñeron su sagrada sien con una corona de espinas. Le pusieron una caña en su mano, se inclinaron ante él para burlarse y lo saludaron diciéndole: "¡Salve, rey de los judíos!" Entonces tomaron la caña que tenía en su mano, y le golpearon la cabeza de modo que las espinas penetraron en sus sienes y la sangre comenzó a correr por su rostro y su barba.

A los ángeles les era dificil soportar la vista de ese espectáculo. Hubieran liberado a Jesús de sus manos, pero los ángeles comandantes se lo impidieron diciéndoles que era grande el rescate que había de ser pagado por el hombre; pero sería completo, y causaría la muerte del que tenía el imperio de la muerte. Jesús sabía que los ángeles estaban presenciando la escena de su humillación. Vi que el más débil de los ángeles hubiera bastado para hacer que la multitud burladora cayera inerte y libertar al Señor. Él sabía que si lo solicitaba a su Padre, los ángeles lo libertarían instantáneamente. Pero era necesario que Jesús sufriera a manos de hombres malvados para poder llevar a cabo el plan de salvación.

Jesús permaneció manso y humilde delante de la furiosa multitud, mientras cometían con él los abusos más viles. Escupieron en su rostro-ese rostro del cual un día querrán ocultarse, que dará luz a la ciudad de Dios y que resplandecerá más que el sol. Cristo no lanzó una mirada de enojo a sus ofensores. Cubrieron su cabeza con una vieja prenda de vestir para impedirle que viese y entonces le abofetearon el rostro mientras clamaban: "Profetíza, ¿quién es el que te golpeó?" Hubo conmoción entre los ángeles. Ellos lo hubieran rescatado inmediatamente, pero el ángel que los dirigía no lo permitió.

Algunos de sus discípulos habían recuperado la suficiente confianza como para entrar donde él se hallaba y presenciar el juicio. Esperaban que mostrara su divino poder, se liberara de las manos de sus enemigos y los castigara por su crueldad hacía él. Sus esperanzas ascendían y descendían según iban sucediéndose las distintas escenas. A veces dudaban, y temían haber sido engañados. Pero la voz que oyeron en el monte de la transfiguración y la gloria que contemplaron, fortaleció su fe de que él era el Hijo de Dios. Recordaron las escenas de las que habían sido testigos, los milagros que habían visto hacer a Jesús al sanar a los enfermos, abrir los ojos de los ciegos, reprender y echar a los demonios, resucitar a los muertos y hasta calmar el viento y la mar. No podían creer que tuviera que morir. Esperaban que todavía se levantara con poder, y que con su voz llena de autoridad dispersara a la multitud sedienta de sangre, como cuando entró en el templo y despidió a los que estaban convirtiendo la casa de Dios en un mercado, y huyeron de su presencia como si los persiguiera un grupo de soldados armados. Los discípulos esperaban que Jesús manifestara su poder y convenciera a todos de que era el rey de Israel.

Judas se llenó de amargo remordimiento por su infamia al traicionar a Cristo. Y cuando presenció la crueldad que tuvo que soportar el Salvador, se sintió abrumado. Había amado a Jesús, pero más aún al dinero. No creyó que el Señor permitiera que lo prendieran los hombres que él había conducido. Esperaba que realizara un milagro para librarse de ellos. Pero cuando vio en la sala del tribunal a la multitud enfurecida y sedienta de sangre, sintió profundamente su culpa; y mientras muchos acusaban con vehemencia a Jesús, Judas avanzó impetuosamente por en medio de la multitud, para confesar que había pecado al traicionar sangre inocente. Ofreció a los sacerdotes el dinero que le habían pagado, y les rogó que dejaran libre al Señor, declarando que éste no tenía culpa alguna. Por breves instantes, el disgusto y la confusión mantuvieron en silencio a los sacerdotes quienes no querían que el pueblo se diera cuenta de que habían sobornado a uno de los profesos seguidores de Jesús para que lo traicionara y lo entregara en sus manos. Querían ocultar el hecho de que habían buscado al Señor como si fuese un ladrón y lo habían prendido en secreto. Pero la confesión de Judas y su aspecto torvo y culpable desenmascararon a los sacerdotes ante la multitud, demostrando que había sido el odio la causa de que prendieran al Maestro. Mientras Judas afirmaba en alta voz que Jesús era inocente, los sacerdotes replicaron: "¿Qué nos importa a nosotros¡" ¡Allá tú!" Tenían a Cristo en sus manos, y estaban determinados a no soltarlo. Judas, abrumado por el pesar, arrojó el dinero que ahora despreciaba, a los pies de los que lo habían contratado, e impulsado por la angustia y el horror salió y se ahorcó.

Jesús tenía muchos simpatizantes en el grupo que lo rodeaba y el hecho de que no respondiera a las numerosas preguntas que se le hacían asombraba a la multitud. Se mantenía en silencio frente al escarnio y la violencia de la turba, y ni un gesto, ni una expresión de molestia se dibujaban en su semblante. Tenía una actitud digna y compuesta. Los espectadores lo contemplaban maravillados. Comparaban su perfecta forma y su comportamiento firme y digno con la apariencia de los que se habían sentado en juicio contra él. Se decían unos a otros que tenía mucho más aires de un rey que cualquiera de los dirigentes. No tenía señales de ser un criminal. Su mirada era bondadosa, clara y libre de temor; su frente era amplia y elevada. Cada rasgo de su rostro expresaba benevolencia y nobleza. Su paciencia y tolerancia eran tan sobrehumanas que muchos temblaban. Aun Herodes y Pilato se sintieron sumamente perturbados frente a su porte noble y divino.

Desde el principio, Pilato se convenció de que Jesús no era un hombre común. Creía que era una persona excelente y totalmente inocente de las acusaciones que se hacían en su contra. Los ángeles que contemplaban la escena notaron la convicción del gobernador romano, y para salvarlo de comprometerse en el terrible acto de entregar a Jesús para que fuera crucificado, un ángel fue enviado a la esposa de Pilato a fin de que le dijera por medio de un sueño que era al Hijo de Dios a quien su esposo estaba juzgando, y que éste sufría siendo inocente. Inmediatamente, ella le envió un mensaje declarando que había padecido mucho en sueños a causa de Jesús, y para advertirle que no tuviera nada que ver con ese santo. El mensajero, abriéndose paso apresuradamente entre la multitud, puso la carta en manos de Pilato. Al leerla, éste tembló, se puso pálido, y decidió no hacer nada para enviar a Cristo a la muerte. Si los judíos querían la sangre de Jesús, él no prestaría su influencia para que lo lograran, sino que trataría de liberarlo.

Cuando Pilato oyó que Herodes se encontraba en Jerusalén, sintió gran alivio, porque esperaba deshacerse de toda responsabilidad con respecto al juicio y la condenación de Jesús. Inmediatamente, lo envió con sus acusadores a Herodes. Ese gobernante se había endurecido en el pecado. El asesinato de Juan el Bautista había dejado en su conciencia una mancha de la que no se podía librar. Cuando oyó hablar de Cristo y de las poderosas obras que estaba realizando, temió y tembló pues creía que se trataba de Juan el Bautista que había resucitado de los muertos. Cuando Jesús fue puesto en sus manos por Pilato, Herodes consideró ese acto como un reconocimiento de su poder, de su autoridad y de su capacidad para juzgar. Previamente ellos habían sido enemigos, pero ahora se amistaron. Herodes se alegró de ver a Jesús, pues esperaba que realizara un gran milagro para agradarlo. Pero no era la obra de Jesús la de satisfacer su curiosidad. Su poder divino y milagroso era ejercido para la salvación de los demás, pero no en su propio beneficio.

Jesús nada respondió a las numerosas preguntas que le hizo Herodes; tampoco replicó a sus enemigos que lo acusaban con vehemencia. Herodes se enfureció porque aparentemente, Jesús no temía su poder, y con sus soldados lo denigró, se burló de él y maltrató al Hijo de Dios. Pero se asombró del aspecto noble y divino de Jesús en medio de ese vergonzoso maltrato y temiendo condenarlo, lo envió de vuelta a Pilato.

Satanás y sus ángeles estaban tentando a Pilato y tratando de conducirlo a su propia ruina. Le sugirieron que si no quería tomar parte en la condenación de Jesús otros lo harían, que la multitud estaba sedienta de su sangre, y que si no lo entregaba para ser crucificado, perdería su poder y sus honores mundanales, y se lo denunciaría como creyente en el impostor. Por temor a perder su poder y autoridad, Pilato consintió en dar muerte a Cristo. Y aunque colocó la sangre de Jesús sobre sus acusadores, y la multitud la recibió con el clamor: "Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos". Pilato no estaba exento de responsabilidad; fue culpable de la sangre de Cristo. Por sus intereses egoístas, por su amor al honor de los grandes hombres de la tierra, entregó a la muerte a un inocente. Si Pilato hubiera seguido sus propias convicciones, no habría tenido nada que ver con la condenación de Jesús.

El aspecto y las palabras del Señor durante su juicio causaron una profunda impresión en las mentes de muchos de los que estaban presentes, la cual se revelaría después de su resurrección, y muchos serían añadidos a la iglesia cuya experiencia y convicción comenzaron en el momento del juicio de Jesús.

Satanás se airó muchísimo cuando vio que toda la crueldad con que los principales sacerdotes había tratado a Jesús a instancias suya no había logrado que emitiera la más mínima queja. Vi que aunque había tomado sobre sí la naturaleza humana estaba sostenido por un poder y una fortaleza divina, y no se apartó en lo mas mínimo de la voluntad de su Padre.

Favor hacer referencia a: Mateo 26:57-75, 27:1-31; Marcos 14:53-72, 15:1-20; Lucas 22:47-71, 23:1-25; Juan capítulo 18, 19:1-16.

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Capítulo 9

La Crucifixión de Cristo

El Hijo de Dios, fue entregado al pueblo, para ser crucificado. Se llevaron al amado Salvador. Estaba débil y agotado por el dolor y el sufrimiento causado por los golpes que había recibido, sin embargo, cargaron sobre él la pesada cruz sobre la cual pronto lo habían de clavar. Pero Jesús se desmayó bajo al carga. Tres veces colocaron sobre él la pesada cruz, y tres veces se desmayó. Entonces, tomaron a uno de sus seguidores, un hombre que no había profesado abiertamente su fe en Cristo, pero que creía en él. Colocaron sobre él la cruz, y la llevó hasta el lugar de la muerte. Compañías de ángeles se reunieron en el aire y se dirigieron hacia el lugar. Un gran número siguió al Salvador hacia el Calvario, muchos sufrían y repetían sus alabanzas. Los que habían sido sanados de diversas enfermedades, los que habían resucitado de entre los muertos, se refirieron en tono ferviente a sus maravillosas obras y manifestaron el deseo de saber qué había hecho para que se lo tratara como a un malhechor. Pocos días antes lo habían acompañado en medio de gozosos hosannas mientras extendían sobre el camino sus vestiduras y las hermosas ramas de palma, cuando él entraba triunfalmente en Jerusalén. Creían que él tomaría el reino y reinaría como un príncipe temporal sobre Israel. ¡Cómo cambió la escena! ¡Cómo se marchitaron sus planes! Siguieron a Jesús, no con gozo, no con corazones rebosantes de alegría, ni con animosas esperanzas, sino con corazones llenos de temor y desesperación, lentamente y con tristeza, siguieron a quien había sido deshonrado, humillado y quien estaba por morir.

La madre de Jesús estaba allí. Su corazón estaba angustiado, como solamente una amante madre puede sentirse. Su quebrantado corazón todavía abrigaba esperanzas, al igual que los discípulos, de que su Hijo haría algún milagro y se liberaría de sus asesinos. Ella no podía soportar el pensamiento de que él permitiera que lo crucificaran. Pero las preparaciones se hicieron, y clavaron a Jesús sobre la cruz. El martillo y los clavos fueron traídos. El corazón de los discípulos desmayó dentro de ellos. Su madre contempló la escena con agonizante suspenso, casi mas allá del sufrimiento, a medida que extendían a Jesús sobre la cruz y estaban a punto de clavar sus manos con los crueles clavos sobe los brazos de madera, los discípulos se llevaron a la madre de Jesús de la escena para que ella no oyera el sonido de los clavos cuando éstos penetraban a través de los huesos y los músculos de la tierna carne de sus manos y sus pies. Jesús no murmuró pero gimió en agonía. Su rostro estaba pálido y grandes gotas de sudor perlaban su frente. Satanás se alegró de los sufrimientos que el Hijo de Dios estaba experimentando, pero temía que su reino estaba perdido, y de que tendría que morir.

Levantaron la cruz después de que Jesús fue clavado a ésta, y la arrojaron con gran violencia en el hoyo preparado para ella en la tierra, rasgando su carne y causando al Hijo de Dios el sufrimiento más intenso. Hicieron que su muerte fuera lo más vergonzosa posible. Con él crucificaron a dos ladrones, uno a cada lado de Jesús. Tomaron a los ladrones por la fuerza y después de mucha resistencia, fueron empujados hacia atrás y clavados a sus cruces. Pero Jesús se sometió mansamente. No necesitó que nadie lo forzara. Mientras que los ladrones estaban maldiciendo a sus verdugos, Jesús, en agonía, oraba por sus enemigos: Padre perdónalos porque no saben lo que hacen. No fue solamente agonía fisica la que Jesús soportó, sino que los pecados de todo el mundo reposaban sobre él.

Mientras Jesús colgaba de la cruz, algunos de los que pasaban se burlaban de él, moviendo sus cabezas, como si se inclinaran ante un rey, y le decían: tú, el que derribas el templo y en tres días lo reedificas, sálvate a tí mismo: si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz. El diablo usó las mismas palabras al hablarle a Cristo en el desierto: si eres Hijo de Dios. Los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos, escarneciendo con burla, dijeron: a otros salvó, a sí mismo no se puede salvar: si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Los ángeles que estaban suspendidos sobre la escena de la crucifixión de Cristo, se sintieron movidos con indignación cuando los dirigentes le zaherían, diciendo: Si es el Hijo de Dios que se salve a sí mismo. Deseaban venir al rescate de Jesús y librarlo; pero no les estaba permitido hacerlo. El objeto de su misión estaba casi cumplido. A medida que colgaba de la cruz, sufriendo esas horrendas horas de agonía no se olvidó de su madre. Ella no podía permanecer lejos de la triste escena. La última lección de Jesús, fue una de compasión y de humanidad. Miró a su madre cuyo corazón estaba cargado de dolor, y a su amado discípulo Juan. Entonces le dijo a su madre: Mujer he ahí tu Hijo, y luego a Juan: He ahí tu madre. Y desde aquella hora, Juan la llevó a su propia casa.

En su agonía, Jesús tuvo sed. Pero lo insultaron todavía más al darle a beber vinagre mezclado con mirra. Los ángeles habían presenciado la horrible escena de la crucifixión de su amado Comandante hasta que no pudieron ya contemplarla, y velaron sus rostros para no ver el espectáculo. El sol se negó a mirar la terrible escena. Jesús exclamó en una voz potente que llenó de terror a sus asesinos, diciendo: Consumado es. Entonces el velo del templo se rasgó de arriba a abajo, la tierra tembló y las piedras se hendieron. Fueron hechas grandes tinieblas sobre la faz de toda la tierra. La última esperanza de los discípulos pareció borrarse cuando Jesús murió. Muchos de sus seguidores presenciaron la escena de sus sufrimientos y muerte, y su copa de dolor estaba llena.

Satanás no se alegró entonces como lo había hecho antes. Él había esperado poder desbaratar el plan de salvación, pero éste había sido diseñado con fundamentos muy profundos. Y ahora, con la muerte de Jesús, él sabía que finalmente tendría que morir y su reino le sería quitado y entregado a Jesús. Hizo un concilio con sus ángeles. No había logrado nada en contra del Hijo de Dios, y ahora deberían redoblar sus esfuerzos, y con todo su poder y astucia, volverse contra los seguidores de Jesús. Debían tratar en todo lo posible de impedirle a cuantos pudieran que recibieran la salvación comprada para ellos por Jesús. Al hacer esto, Satanás podía aún trabajar en contra del gobierno de Dios. También le convendría alejar de Jesús a todos cuantos pudiera porque los pecados de aquellos que fueran redimidos por la sangre de Cristo, y vencieran finalmente, serán colocados sobre el originador del pecado, el diablo, y él tendrá que llevar sus pecados, mientras que los que no acepten la salvación a través de Jesús, llevarán sus propios pecados.

La vida de Jesús estuvo destituida de grandeza mundanal y de despliegue pomposo. Su humilde y abnegada vida contrastaba grandemente con las vidas de los sacerdotes y de los ancianos, quienes amaban la comodidad y los honores mundanales, y esa vida santa de Jesús era un continuo reproche para ellos, a causa de sus pecados. Lo despreciaron por su humildad, por su santidad y pureza. Pero aquellos que lo despreciaron aquí, un día lo verán en la grandeza del cielo, con la insuperable gloria de su Padre. Él estaba rodeado de enemigos en la sala del tribunal, los cuales estaban sedientos de su sangre, pero aquellas personas endurecidas que gritaron: Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos, lo contemplarán como un Rey lleno de honores. Todas las huestes celestiales lo escoltarán en su viaje a la tierra, con cánticos de victoria, majestad y grandeza, al que fue inmolado, pero que vive nuevamente como un poderoso conquistador. El pobre, débil y miserable hombre escupió en el rostro del Rey de gloria, mientras que un grito de triunfo brutal ascendió de la turba ante el insulto degradante. Desfiguraron esa cara con bofetadas y crueldad que llenaron a todo el cielo de admiración. Ellos contemplarán ese rostro otra vez, resplandeciente como el sol al medio día, y buscarán huir de éste. En vez de ese grito de triunfo brutal, aterrorizados, se lamentarán acerca de él. Jesús presentará su manos, con las heridas de su crucifixión. Él siempre llevará las marcas de esa crueldad. Cada marca de los clavos contará la historia de la maravillosa redención del hombre, y del precio tan elevado que la compró. Los mismos hombres que traspasaron el costado del Señor de la vida con la lanza, contemplarán la herida de esa lanza, y se lamentarán con profunda angustia por la parte que jugaron en desfigurar su cuerpo. Sus asesinos estaban grandemente irritados por causa de la inscripción EL REY DE LOS JUDÍOS, colocada sobre la cruz, encima de su cabeza. Pero entonces se verán obligados a verlo venir en toda su gloria y poder regio. Contemplarán en sus vestiduras y en su muslo escrito en vívidos caracteres. REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES. Le gritaron burlonamente, mientras pendía de la cruz: Si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él. Lo verán entonces con poder real y autoridad. No demandarán evidencia de que él es el Rey de Israel, sino que abrumados con el sentido de su majestad y extraordinaria gloria, estarán obligados a reconocerlo diciendo: Bendito el que viene en el nombre del Señor.

La conmoción de la tierra, las rocas rompiéndose, la oscuridad que se extendía sobre toda la tierra y la voz potente de Jesús clamando: Consumado es, al entregar su vida, preocupó a sus enemigos e hizo temblar a sus asesinos. Los discípulos se maravillaron acerca de todas esas manifestaciones; pero todas sus esperanzas estaban destruidas. Temían que los judíos trataran de destruirlos a ellos también. Estaban seguros de que el odio manifestado en contra del Hijo de Dios no terminaría allí. Los discípulos pasaron horas de soledad y dolor, llorando su desilusión. Habían tenido la esperanza de él reinaría como príncipe temporal; pero sus esperanzas murieron con Jesús. En su pesar y desilusión, llegaron a dudar si Jesús no los había engañado. Su madre fue humillada, y aun su fe titubeó, dudando si él había sido el Mesías.

Pero, a pesar de que los discípulos habían sido chasqueados en sus esperanzas con respecto a Jesús, todavía lo amaban, y respetaban, y honraban su cuerpo, pero no sabían cómo pedirlo. José de Arimatea, un honorable senador, tenía influencia y era uno de los verdaderos discípulos de Jesús. Él fue en privado pero osadamente a Pilato y le pidió que le entregara el cuerpo de Jesús para sepultarlo. No se atrevió a ir abiertamente, porque el odio de los judíos era tan grande que los discípulos temieron que éstos harían esfuerzos para impedir que el cuerpo de Jesús tuviera un lugar de descanso honorable. Pero Pilato concedió su pedido, y con suavidad y reverencia bajaron de la cruz el cuerpo de Jesús, su pena se renovó, y lloraron por su marchitadas esperanzas con profunda angustia. Envolvieron a Jesús en lino fino y José lo puso en su nuevo sepulcro. Las mujeres que habían sido sus humildes seguidoras mientras él vivió se mantuvieron cerca de él después de su muerte y no lo dejarían hasta que vieran su sagrado cuerpo colocado en el sepulcro, y que una pesada piedra fuera puesta a la entrada para que sus enemigos no lograran obtener su cuerpo. Pero no tenían que temer, porque yo contemplé a la hueste angélica cuidando con indecible interés el lugar de descanso de Jesús. Ellos guardaban el sepulcro esperando fervientemente la orden de actuar su parte en la liberación del Rey de gloria de su prisión.

Los asesinos de Cristo temían que él aún volviera a la vida y escapara. Le rogaron a Pilato que pusiera una guardia para vigilar el sepulcro hasta el tercer día. Pilato les concedió soldados armados para vigilar el sepulcro, sellando la entrada de éste con una piedra no fuera que sus discípulos lo hurtaran y dijeran que él había resucitado de los muertos.

Favor hacer referencia a: Mateo 21:1-11, 27:32-66; Marcos 15:21-47; Lucas 23:26-56; Juan 19:17-42; Apocalipsis 19:11-16.


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